La Feria de las Aves tristes

Autor: 

José Luis Gómez

Existe un barrio empobrecido en la Ciudad de Buenos Aires, llamado paradójicamente, Barrio de la Abundancia. Sin duda las razones que en otra época motivaron a la gente para designarlo de ese modo, desaparecieron; lo que abunda ahora es la escasez. Solo quedan restos - algunos mejores que otros- que evocan aquel pasado de bonanza. Un brillo melancólico surge de la entrada de algunos edificios todavía en pie, aunque muy desfigurados. Nobles maderas dan forma a puertas quebrantadas y deslustradas; despojos de frontispicios parecen pedir ayuda para no morir; alguna columna aún guarda la imponencia que se pretendió con su construcción. Si se accede por la puerta a una de esas viviendas arruinadas, se piensa en fragancias de jazmines y madreselvas que se enredan en columnas en sus galerías interiores.
Con las viviendas devastadas, se comprende que estuvieran vacías, sin gente. Al menos, gente de la clase social para la cual se construyeron. Algunas de las casas que están en mejor estado fueron tomadas por familias errantes, indigentes que desoyeron leyes que jamás los protegieron, usurpadores de los cuales el Estado nunca se ocupó.

Hay otros cuerpos edilicios más deshechos, incluso de varias plantas. De sus ruinas asoman esqueletos de hierro y cemento, columnas vertebrales de dinosaurios de hormigón, fémures de concreto, húmeros y tibias de metal retorcido, todo apilado o desparramado por el barrio. Un cementerio antediluviano. La causa de ese desastre debe buscarse en los vaivenes sociales y económicos que caracterizan a este país. Quizá el fin de una época, quizá el desajuste temporario de grupos de poder forjadores de condiciones injustas, las necesarias para que propiciaran el surgimiento, algún día, de un tirano mentiroso que promete justicia.

Podría suceder que algún arquitecto-médico desee recuperar el aspecto y la función de los edificios más aceptables; para ello debería quitarles el polvo de los días, curar sus múltiples heridas, injertar partes, eliminar otras. Sin embargo, por el momento no se vislumbra a este profesional en el horizonte.
A la paradoja de su nombre, Barrio de la Abundancia, y a la melancolía que suscita su realidad presente, este barrio posee otra característica poco grata: la existencia de un conocido mercado de aves que solo abre los sábados a la mañana. El negocio funciona legalmente con la venta de aves domésticas y peces; sin embargo, algunos vendedores también trafican con aves silvestres. Aquellos que a la oferta de aves domésticas agregan algunas silvestres, tratan de hacer creer que las exhiben solo como atractivo para su venta legal, lo cual no es cierto. Hacen negocio con ambos tipos de fauna.

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Entre las aves caseras priman los canarios; le siguen las palomas. Hay aves de corral: gallinas y gallos, patos, gansos y pintadas (gallinas de Guinea). Parte de la gente concurre para mirar y curiosear; es un paseo de sábado a la mañana para grandes y chicos. Otra parte viene concretamente a comprar animales domésticos y sus alimentos, así como plantas ornamentales, acuáticas, macetas y otros artículos de jardinería, peceras y jaulas. Existe un grupo selecto, por lo general habitual, que se interesa en adquirir ejemplares de excelencia para mejorar la carga genética de sus propios reproductores, sobre todo canarios y palomas. Finalmente está la gente que compra aves silvestres, ignorante o desaprensiva acerca de la disminución de la fauna salvaje, tanto en el país como en el mundo.
Algunos criadores de canarios, para diferenciarse de los vendedores ilegales, exhiben carteles en los que hacen saber al público que sus aves nacieron en cautiverio. Explican que la especie fue modificada genéticamente por la mano del hombre y que este tipo de aves no existe en libertad. El rubro de las palomas atrae a colombófilos y a visitantes casuales; estos últimos escuchan con atención el intercambio de opiniones entre los aficionados y los expertos, sobre todo cuando se conversa sobre palomas mensajeras, aves rodeadas todavía de un aura de heroísmo.

La gente circula por la feria entre el canto predominante de los canarios, el arrullo lejano de las palomas, el cacareo de una gallina que puso un huevo, el canto victorioso de algún gallo y el runrún humano. Los vendedores entran y salen de sus puestos de trabajo. Varios, ayudados por miembros de su grupo familiar, muestran sus animales, señalan sus cualidades, informan sobre sus cuidados, negocian precios.
Sin embargo, la verdadera Feria de las Aves tristes, la visión ciertamente penosa del lugar, se encuentra en la calle, sobre la vereda por la cual se entra a este emporio de animales, sobre todo alados.
Mi interés por las aves y por los animales en general, me llevó a visitar varias veces este lugar; en una oportunidad compré un chopí manso (tordo chaqueño) en el mercado legal; otras veces peces o alimentos vivos para ellos; alguna otra vez, ranas albinas africanas.

La semana pasada, después de años de ausencia, acudí nuevamente.
Sospechando que mi paseo matinal de sábado sería un poco difícil por el enfrentamiento con las aves salvajes aprisionadas, quise prevenirme. Para ello, llevé conmigo un objeto asombroso, algo que me sacaría de la realidad general para sumergirme en el mundo íntimo de los animales. Se trataba de un anillo. Esta joya perteneció al prestigioso médico y zoólogo austríaco, Konrad Lorenz, premio Nobel de Medicina en el año 1973, concedido por sus estudios sobre comportamiento animal. En realidad, según cuenta el mismo en uno de sus libros, el anillo perteneció al rey Salomón y posee un poder mágico. Quien lo usa puede comprender el lenguaje de los animales. Tal como lo relata Lorenz, el rey se enteró por un ruiseñor que una de las mujeres de su harem –la número 999- le había sido infiel con un hombre más joven. Fuera de sí, arrojó lejos el anillo. Por alguna circunstancia que desconozco, la sortija llegó a manos del científico, quien nunca la usó. Conforme a sus propias ideas, no la usó porque consideró que ninguna magia podía reemplazar a las relaciones personales con los animales. Junto a ellos, decía, conocemos no solo su lenguaje, sino los mecanismos de su comportamiento.

El caso es que yo no convivía con animales silvestres. Sabía que el anillo podía usarse solo con una condición: mejorar la vida de algún animal. Además, solo podía accederse a su préstamo comunicándose con el zoólogo a través de la lectura de alguna de sus obras. Así lo hice y con el tesoro guardado en uno de los bolsillos de mi pantalón, partí hacia la feria.
Entre las aves silvestres que se vendían dentro del mercado había algunos jilgueros y cabecitas negras, cardenales de copete rojo, un chopí, un grupito de varilleros de costado amarillo y algún tordo músico. Pero la verdadera exhibición de aves silvestres y la de otros animales, era la callejera. Sobre la acera por la cual se entra a la feria estaba el verdadero desenfreno. En medio del gentío se acumulaban las jaulas, muchas de hechura casera, precarias, chicas o de gran tamaño, pero la mayoría atestadas de aves. Algunos ejemplares pertenecían a las mismas especies que se vendían en el interior subrepticiamente, solo que afuera la cantidad de individuos era mucho mayor. Lo que adentro era una muestra tolerable si se quiere, en la calle era grosero.

Únicamente los charrúas (chopís), los cabecitas, los cardenales amarillos, alguna calandria mansa, una cacatúa de Oceanía o algún guacamayo de América del Sur, gozaban del privilegio de estar en jaulas individuales o con pocos ejemplares de sus especies respectivas. Los distinguían con este trato especial por sus cualidades canoras, su colorido llamativo o su rareza en la naturaleza; gozaban de este privilegio porque estaban mejor evaluados comercialmente. Estas jaulas favorecidas colgaban de los muros de la calle; de ese modo se destacaba el producto y se alejaba a sus infortunados residentes del amontonamiento de piernas humanas quietas o en movimiento. Las jaulas con especies menos importantes desde esos puntos de vista, estaban atestadas de especímenes; se distribuían sobre la vereda, apenas a un costado del movimiento humano, muchas encimadas entre sí.

De los favorecidos con celdas individuales, los charrúas eran los más ariscos, estrellándose a cada momento contra los alambres que impedían su fuga. Uno de los puesteros espurios vendía una nidada de teros. Ubicados en una jaula estrecha y alargada, rotosa, la falta de espacio los mantenía parados, uno a continuación del otro. Otra jaula, hecha de cartón y madera, especie de bolsa rígida, recluía a un grupo de lechucitas pampa, una de las cuales trataba de escapar por un agujero de la parte superior de la caja. Cuando parecía estar a punto de conseguir evadirse del encierro, a fuerza de alas y garras, el vendedor, aparentemente distraído con alguna conversación, se daba vuelta y agachándose, con suavidad la volvía al interior. Había cotorras, loros barranqueros y de frente azul, un carancho, renegridos y pichones de ñandú. Además, de los consabidos cachorros de perros y gatos, también tenían presencia algunas serpientes, un gatito montés y dos zorritos.

A esta altura de los acontecimientos ya tenía puesto el anillo del rey Salomón. Entre la confusión de las pisadas, las exclamaciones y el vocerío humano, lo único que podía oír proveniente de las jaulas eran gritos y grititos de espanto y dolor.
Escuché:

-Ay, me estás pisando la cabeza.
–Tené cuidado; estás encima mío y me lastimás. -Ay, ay, ay… cómo me duele el costado, el lomo, la pata…, decían las cotorras, los músicos, los jilgueros, los varilleros. -¿Hasta cuándo nos tendrán acá estos perturbados? -le gritó un cardenal de copete colorado a otro miembro de su especie con el que compartía la jaula.
-Me voy a morir… me voy a morir - exclamaba al carancho, loco de miedo, dando vueltas en el mismo lugar, pisando y volviendo a pisar los excrementos del piso de su prisión, mezclados con pedazos de carne cruda.
-Estúpidos humanos, los odio, los odio -repetía sin cesar un charrúa muy asustado desde su recinto suspendido en un muro. Los curiosos se aproximaban para silbarle, procurando que el ave les contestara.
Procedente de una de las prisiones malolientes de las cotorras, de pronto escuché repetir un nombre que me sobresaltó: -¡Misia Pepa, misia Pepa!
-Misia Pepa, córrase que me molesta -decía una de las voces.

¿Acaso podía ser otra más que la famosa cotorra del cuento de Constancio C. Vigil? La historia era muy sencilla, pero ingeniosa, y la protagonista, inolvidable. Misia Pepa, después de haber visitado la ciudad, regresa al campo; entonces les relata a las demás cotorras los prodigios de su estadía, tan penosa en realidad.

Presté atención a las quejas de una de sus vecinas:
-Córrase le digo, misia Pepa, mire que le daré un buen picotazo si no deja de empujarme. Sí, era ella. Siempre molestando… ¿Pero, podía ser que aún viviera después de más de sesenta años? Sí, podía ser ya que era una creación del espíritu humano.

Misia Pepa estaba ahí, después de tantos años, pero presa como las otras cotorras, empujada y pisoteada como todas las que compartían su entorno. No cabían dudas, era ella, conocida por sus pares debido a sus extravagancias, rechazada por su mitomanía y sus aires de grandeza. Así había sido antes; así era ahora. Evidentemente las demás cotorras la conocían: misia Pepa de aquí, misia Pepa de allá; la conocían pero no le tenían cariño, sino fastidio. A su vez, ella era la que más se quejaba, atropellaba y lastimaba a sus compañeras de infortunio.

Apenas la identifiqué, se la señalé al vendedor, un hombre de mediana edad, desdentado, casi harapiento, con la cara colorada por la rosácea y probablemente por el alcohol. La compré. Cuando mis hijos eran chiquitos adquiríamos jilgueros en pajarerías para luego soltarlos en medio del campo; disfrutábamos con esta acción pero obviamente propiciábamos la continuidad del negocio.

La cuestión era que tenía a misia Pepa en mis manos. No podía creerlo. Su nombre me remitía a mi infancia y a los momentos placenteros de lectura de esa época. No era habitual que el personaje principal de un libro careciera de virtudes; sin embargo, este era el caso de misia Pepa. A pesar de que sus defectos opacaban a sus méritos –si es que los tenía- igual sentía afecto por ella. Su misma compulsión para mentir me inspiraba simpatía y quizá lástima. De cualquier modo, era incorregible.

Con la cotorra dentro de una caja de cartón me fui de la feria caminando despacio para no alterarla demasiado. -¡Cuidado estúpido que me caigo -la escuché gritar al sentirla resbalar dentro de la caja.
-¿Adónde me llevará?; ¿me cortará las alas? -se preguntó angustiada, con una especie de cloqueo. Coloqué la caja en el piso del auto y me dirigí hacia mi casa, a kilómetros de la ciudad, prácticamente en el campo.

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Cuando les conté lo sucedido a mi mujer y a mis hijos, creyeron que les hacía una broma. No era raro que les relatara alguna historia ficticia, hasta que terminaba revelándoles la verdad. No podían entender que esa cotorra fuera de carne y hueso y al mismo tiempo perteneciera al mundo de la fantasía; para ellos, se trataba de una cotorra más y de una mentira mía. También ignoraban la tradición del anillo; era un secreto del cual no había hecho partícipe ni siquiera a mi esposa. Había guardado ese misterio en lo más profundo de mi corazón; tenía la certeza de que así debía ser. Ahora, la situación era diferente. Estaba de por medio un ave de cuento. Para devolver el anillo después de su uso, había que leer otra vez algún pasaje de un libro de Lorenz o de algún otro amante de la naturaleza, colocarlo entre sus hojas y volver el libro a su lugar en la biblioteca. De ese modo desaparecía. Al ver el anillo, no lo tomaron en serio, pero al colocárselo, cada uno de ellos se agitó de excitación. Escucharon las voces de las aves, al principio incomprensibles, provenientes de todas partes ya que estábamos al aire libre, bajo los árboles. Incluso comprendieron el lenguaje de nuestro perro Labrador, Moro, quien quería participar con sus ladridos de la inquietud general. Les expliqué que por el placer de poder usarlo, el requisito era realizar alguna acción beneficiosa para los animales.

Nuestra casa forma parte de un barrio cerrado bastante arbolado, por lo cual, no faltan aves que se hagan escuchar. Cada uno de mis familiares se sorprendió con lo que oyó: llamados de los machos a las hembras, gritos de advertencia de los mismos machos hacia otros machos para que no invadieran sus territorios, pedidos de alimento de los pichones voladores a sus padres. Estaban maravillados. El otro suceso asombroso que no podían comprender era la presencia de esta cotorra, palpitante, viva, salida de un libro de cuentos. Pero tampoco yo lo entendía y continúo sin entenderlo. Había que soltarla.

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Sacarla de la caja fue todo un esfuerzo. Picoteaba, gritaba, arañaba.
-¡Me van a matar, me van a matar, humanos asquerosos!- chillaba sin cesar. -¡Me van a cortar las alas para meterme en una jaula…-decía mientras me preparaba para soltarla. Cuando la liberé, voló directamente hacia un eucalipto cercano a la casa, con varios nidos de cotorras en sus ramas. Y no se fue; y todavía está allí, integrada a la colonia de aves. Al día siguiente, usando el anillo una vez más antes de devolverlo, escuché que, como siempre, sus congéneres la llamaban para reclamarle cosas. -Misia Pepa, no está cuidando bien a los pichones –le decía una de las cotorras organizadoras de la guardería. Misia Pepa tal cosa, misia Pepa tal otra. Todas eran quejas. Allí estaba; seguramente contando mentiras como siempre acerca de sus viajes a la ciudad, donde supuestamente tan bien le había ido. Hablaba, en vez de dedicarse al cuidado de los pichones.
Por mi parte, me siento muy bien por haber liberado a misia Pepa. Creo que fui fiel con mis sentimientos. Además, tener una cotorra de cuentos viviendo al lado de mi casa…un lujo.

Sobre José Luis Gómez

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José Luis se define como "originario de Chaco" y tiene 73 años. Trabajó como médico dermatólogo y leprólogo durante varios años en dos países de África (República de Mali y Etiopía); en Irán, en México y en Francia. José escribió el libro Viaje de un leprólogo en donde narra las historias vividas en aquellos lugares en donde comenzó a ejercer su profesión.
Actualmente vive en Pilar, Buenos Aires; está casado y tiene tres hijos. Ejerce su profesión en Capital Federal y Provincia de Bs. As.
Es voluntario de la Reserva Natural del Pilar, donde entre otras actividades, hacen observación de aves (C.O.A Pilar). "Las aves que más me gustan son las Rapaces"

Fotos: José Luis Gómez, Laura Pribluda