Pisar el Sur por primera vez, tras los pasos de una especie amenzada

Abril 04 de 2015

Una cronista visitó el nuevo Parque Nacional Patagonia, en Santa Cruz, en busca del macá tobiano, un ave en peligro de extinción.

Pablo Hernández tiene 30 años y es guardaparques. Manejó durante diez horas la camioneta que me llevó hasta el Parque Nacional Patagonia, en el noroeste de la provincia de Santa Cruz. Junto con otras 15 personas, vive en la estación ecológica cercana al flamante parque de la meseta Buenos Aires, que funciona de base de operaciones hasta que Parques Nacionales empiece a materializar la ley 27.081, promulgada en enero de este año, que protege a esta zona, y los conservacionistas cuenten con un espacio formal. Pablo enumeró cada ser vivo que se cruzó delante nuestro por la ruta provincial 41, y por todas las huellas que seguimos para colarnos entre las montañas. Mulitas, zorros blancos, cóndores y más aves que se encargó de enseñarnos de formas divertidas.

Yo nunca había ido al Sur. Jamás estuvo entre mis opciones: no me gusta el frío, odio los trayectos largos, tener que aguantarme el sueño si voy de copiloto, usar las mismas medias dos días seguidos, no me gusta que haya agua hermosa donde meterse y no poder porque está helada. Histeria pura. Viajé hasta Comodoro Rivadavia para conocer este nuevo parque nacional, que surgió nada menos que para preservar al macá tobiano, un ave acuática en peligro de extinción y que nadie puede ver fácilmente, porque vive sobre las mesetas lejanas de lo que ahora es la zona ambiental protegida. El mail de invitación aclaraba: "Traer bolsa de dormir para cero grados".

Estamos en Los Antiguos, una localidad de 6000 habitantes que se acuesta sobre el lago Buenos Aires, el primer lago sureño que veo en mi vida. Quiero meter un dedo para romper el hechizo que mantiene quieta tanta agua. Atardece y un chico de diez años pasa pedaleando en remera y short de fútbol mientras me enredo para ponerme un tapado bien abrigado.

Vamos en cuatro Toyota Hilux de esta empresa automotriz que apoya el proyecto de conservación del macá tobiano, poniendo, a disposición de los especialistas, vehículos bien equipados para que puedan trasladarse. Hace 23°C, siguen sin aparecer nubes, me voy sacando la ropa "por capas", como pedía el mail, termino en musculosa. Contra todos los pronósticos, maldigo estas glamorosas calzas de lana.

En acción

Entramos a la estación biológica siguiendo a Hernán Casañas, de Aves Argentinas, la organización que, junto con Ambiente Sur (de Río Gallegos) y Flora y Fauna, impulsó la creación del nuevo parque de 52.000 hectáreas. En menos de tres años de trabajo colectivo, lograron preservar comunidades de macá tobianos y que se apruebe la ley que los ampara. "Es un éxito en la historia de la conservación nacional", van a repetir los distintos especialistas a lo largo de los días. Los conservacionistas son gente especial. Mientras escucho lo que nos van explicando intento desentrañar la pasión que los mueve: se estremecen ante un animalito que parece una rata, miran durante horas un panel solar con expresión de esperanza, andan kilómetros infinitos a campo traviesa contando trampas para visones. Tal vez ven algo más, como los poetas. Éste es un grupo de voluntarios, hay estudiantes, chicas de San Isidro, de Caballito, de Río Gallegos, dos norteamericanos, una española y otros especialistas, encabezados por Pablo, que trabaja en línea con lo que va diagramando Casañas.

De nuevo voy de copiloto, Ximena viaja en el asiento de atrás y también teme dormirse; entonces aprovechamos y le preguntamos cosas a Pablo: dónde vive, cómo, si no se aburre, si alguna vez fue a Brasil, cómo se siente acuchillar un visón, qué sueña cuando duerme en la laguna. Pablo maneja sin sacar los ojos del frente. Sólo dice que la desaparición del macá tobiano, la más antigua de sus cuatro especies, puede darse en diez años si no hacemos algo. Que más allá de no intervenir en la vida diaria, su extinción es un indicador de la situación ambiental de la región en todos sus aspectos. "¿Hacemos algo?", pienso en ese plural? No sé cómo se llaman los yuyos ni cuál es el pájaro que se les anima a esas colinas, pero me hipnotiza seguirles el curso. De nuevo retengo los colores, tres o cuatro de una sola paleta que distinguen a estos páramos de los cerros norteños. Anoto en mi cuaderno: "Las rutas del Sur son más lindas".

Un hallazgo

En esta meseta llamada Buenos Aires, a más de 1000 metros sobre el nivel del mar, hay unas 300 lagunas, varias secas en esta época del año. La que tengo enfrente es escandalosamente azul y en ella nadan flamencos. Lo último que me esperaba era ver flamencos en una montaña chata de Santa Cruz. Me acabo de sacar diez fotos y me quiero hacer un póster con todas ellas. Caminamos entre las rocas hacia el campamento de voluntarios que está de guardia en la laguna El Cervecero, donde una comunidad de cien macá tobianos sobrevive bajo un cuidado estricto. Diana tiene 23 años y estudia Ciencias Ambientales en la UBA. Es la segunda vez que viene y este año es la encargada de la logística para quienes acampan durante 15 días y luego rotan. "Estoy acá para salvar al patito", me dice. "Me emociona ver a los pichoncitos, están vivos porque los cuidamos bien. Acá aprendo a valorar lo importante", afirma Diana, y me pasa el telescopio. Puedo ver un macá tobiano nadando mientras carga a su pichón en el lomo y el macho, desde el agua, lo alimenta con el pico.

En el camino de vuelta, paramos en lugares estratégicos a pedido de los fotógrafos y los camarógrafos. Mientras yo disparo con mi celular, pienso que no puede ser tan difícil hacer lindas fotos en un lugar como éste. Me siento liviana de pie sobre este precipicio. Viajamos mudos hasta la estación biológica, donde nos espera un capón asado a la cruz (más grande que un cordero), una guitarra y vino bueno bajo un cielo descaradamente estrellado.

Pienso en mi amiga Anita y en las veces que me obligó a ver sus 287 fotos de viajes al Sur: para mí, hasta hoy, eran todas iguales. Anita en la ruta, Anita en un bosque, Anita con la misma polera en otro lago, verde, turquesa, amarillo: siento su desesperación por capturar un misterio. Acá, todos los días me encuentro diciendo cosas como: "Ah, mirá un pajarito" o "¿vamos a ver las trampas de visón?" o "sacame una foto con el guanaco".

En un ataque de ansiedad, dibujé el lago Ghío con birome violeta. No dibujo desde que tengo ocho años.

Ahora soy la presidenta del club de fans del macá tobiano y de toda la Patagonia argentina. Reviento la memoria de mi teléfono con fotos de paisajes. Cuento sin asco la cantidad de animales muertos en la ruta. Anoto qué comen las gaviotas y cargo sin pudor a Pablo por su fundamentalismo ambientalista. En el picnic del almuerzo, bebo el agua que junto con mis manos de un arroyo. Pero en el fondo, me siento un poco tonta. ¿Cuántas otras ideas estúpidas debo tener? ¡La verdad es que el Sur es un plan hermoso! Unos días, en verano, con equipamiento y compañía de lujo. En realidad, no sé si voy a volver, pienso mientras me acomodo en el avión, emprendiendo el regreso a Buenos Aires. De pronto me acuerdo de una imagen que regala la escritora Lorrie Moore en su hermosa novela Hospital de ranas: dos amigas de diez años en la habitación de una de ellas después de un día de aventuras antes de irse a dormir. A oscuras, la más sensible repasa las sombras de ambas, de perfil, una en cada cama, y piensa que las curvas bajo las sábanas simulan montañas, una cordillera que empieza y termina frente a sus ojos. Apago la luz, el avión también está totalmente oscuro. Lorrie Moore tiene razón.

Nota publicada por: www.lanacion.com.ar

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